jueves, 22 de agosto de 2013

Vertedero

Una lengua de arcoíris tóxico lame la tierra parda, desembocando en una espesa laguna de desechos que ascienden hasta alcanzar las alturas. Aves saprófagas luchan instintivamente por una comida abundante lejos de sus habituales brisas marinas. Los graznidos se mezclan con el rugido de la maquinaria que entierra la basura, enfermando aún más el terreno y sus aguas escondidas. A cada paso la inmundicia movediza me atrapa inexorablemente. Entre la mierda, una sonrisa mellada me saluda, mientras engulle la melena rubia y pobre de una muñeca olvidada.
Mi cuerpo desnudo se tambalea. Los desperdicios cual marea juguetona bailan ante mis ojos. El metano invade mis sentidos hasta el desmayo. El dolor me devuelve la consciencia aunque ahora no veo. Siento como perforan mi cráneo arrancándome los cabellos que caen en mi cara provocándome un cosquilleo insoportable. La primera bala mató al animal que intentaba alimentarse de mis sesos. La segunda perforó mis nalgas. La tercera penetró en mi rodilla. Me vuelvo a desmayar.
Estoy sufriendo, pero este calvario solo acaba de empezar. Por un instante consigo abrir un ojo. La claridad me ciega un segundo y luego es el pico de una gaviota hambrienta la que me extirpa de cuajo la pestaña llevándose consigo el parpado, arrancándome un bramido mayor que el suyo que consigue espantarla con una parte de mí. Vomito tres veces.
Mi verdugo ha elegido una tumba muy apropiada. Mis errores, mi falta de prudencia, junto con mi facilidad para el engaño me han llevado a descansar eternamente entre plásticos, vidrios y alimentos en descomposición. Enterrado hasta el cuello, puedo mover la cabeza para divisar a mi asesino. Se marcha, se aleja de mí con la pistola en una mano y la pala en la otra. Tal vez solo sea un aviso. Me deja vivir si soy capaz de salir de esta montaña de porquería. Los brazos los tengo sanos, por lo que puedo desenterrarme poco a poco. Intento escapar moviendo lentamente mis hombros para apartar la basura y hacer hueco para salir. Algo llama mi atención. Varias sombras peludas corren hacia mí. Ratas enormes que se acercan atraídas por el olor a micción que desprenden mis pantalones. Las odio. Me quedo inmóvil. Tal vez se vayan. Oigo como rechinan sus dientes muy fuertes y como casi se les salen sus ojos de las órbitas. Sin duda están contentas, ¿por mí?, aún no lo sé. Están a un palmo de mi cara, olisquean y mueven su nariz velozmente. Seguramente estén captando mi aroma. De repente se quedan inmóviles, ambas, totalmente petrificadas. No esperaban que mi cabeza estuviese aquí. Están asustadas. Espero que se marchen. Una de ellas se gira hacia la otra y castañea sus incisivos, mostrándolos y erizando su pelo. Esto parece una lucha por ganar la comida, por el banquete en el que me he convertido. Las dos arquean tanto sus espaldas que parecen aún mayores. Se lanza una contra la otra y empiezan a rodar, entre gritos, basura abajo. Resoplo aliviado, pero deseando que la lucha sea larga. La rata ganadora, sin duda, volverá a por su trofeo. Me muevo cada vez más rápido y casi logro sacar uno de mis hombros. Un ruido ensordecedor acompañado de un temblor se acercan. Una sombra monstruosa cubre mi cabeza. La levanto y veo como sobre mi hay un enorme brazo de metal cargado de toneladas de desechos. En el volante de la maquina vuelvo a ver a mi verdugo y viene para acabar conmigo. Me doy prisa por escapar, agito mi cuerpo, saco un brazo y… la cascada de basura que cae sobre mí me sepulta para siempre. Intento respirar, grito, y con una bocanada de aire venenoso absorbo involuntariamente un plástico que tapona mi boca. Sera mejor una muerte por asfixia que ser roído vivo y lentamente por las ratas que me rodean chillando.

Ausencia


La habitación está vacía a pesar de que la llenan unas diez personas. No hay aliento, casi no hay aire para respirar. Es asfixiante la carga emocional que la ocupa. El llanto desgarrado se fue, aunque volverá. Ahora solo es un sonido lastimero, sin fuerza. Con toda seguridad él es el que mejor se encuentra en estos momentos. Fresco y ausente. Descansado y cómodo en ese habitáculo de madera de roble. El resto estamos agotados. Abatidos por la tristeza y el desconsuelo. Sobre todo mi madre. Ella tampoco está. Busca algo con su mirada en el rostro de la familia. No encuentra más que lágrimas y alguna que otra sonrisa descarada pero fugaz. En sus ojos marrones puedo ver reflejada la soledad. Está hueca, como las cuatro paredes grises de la estancia. Me acerco a ella y la beso en la frente. No reacciona. No está. Se marchó con él. Con el tiempo regresará. Me acerco al muro de cristal que separa la placidez de la muerte de la conmoción de la vida. Me detengo antes de tocarlo. En él me veo reflejado y tras de mí, sombras negras. Tras de él, el silencio y palabras vanas adornadas de colores y aromas que solo consigo adivinar. Yo si estoy. La responsabilidad por su ausencia me obliga a ello. Lo acaricio a través del cristal. Tiemblo. Sí, vivo. Ya moriré mañana.

jueves, 13 de junio de 2013

Te Odio (Poesía)











Te odio por quererme
Por quererme como quieres
Queriéndo sólo a cachos
Con abrazos sin placeres.

Te odio por amarme
Por amarme solo a ratos
Solo cuando quieres
Cuando quieres arrumacos.

Te odio por desearme
Por desearme con la condición
Con la condición de quererte
De quererte sin condición.

Te odio por engañarme
Con ilusiones falseadas
Con sueños adornados
con flores marchitadas.

Te odio por mentirme
Por mentirme a la cara
Pensando que soy idiota
Con mentiras meditadas.

Te odio por odiarme
Por odiarme sin razón
El amor que te regalé
lo enterraste con tesón.



domingo, 9 de junio de 2013

Doloroso

La ilusión podía incluso con mis ganas de dormir. Desde que mi padre me dijo que me llevaría a ver “el mejor espectáculo del mundo” mis uñas no eran suficientes para calmar mi ansia.
En el pueblo solo se hablaba de eso. El cartel, decían los hombres más entendidos, era lo nunca visto. Los mejores diestros del momento se darían cita en la pequeña plaza para mostrar su arte, su valor delante de una mala bestia. Yo nunca había asistido a una corrida de toros, tenía solo ocho años y ese día dejaría de ser virgen en esta tradición.
Me levanté muy temprano, antes de lo habitual. Mi padre desayunaba en la cocina mientras leía el periódico. Corrí escaleras abajo para abrazarle y darle los buenos días. Con un seco movimiento de mano, que alborotó mi cabello, me tranquilizó, para luego volver a excitarme cuando pasó las páginas del periódico entre las que se encontraban escondidas las dos entradas para la corrida. Estiré el brazo nervioso y cogí una de ellas. Era una entrada en la que el torero aparecía imponente, con un cuerpo estilizado y domando con su roja muleta a un toro con cuernos afilados que lo embestía con fiereza. Me pasé todas las horas que quedaban hasta el comienzo de la corrida con una camiseta roja de mi padre haciendo pases y toreando, como si de un toro se tratase, el carrito de bebe en el que dormía mi hermana ajena a mi enorme entusiasmo, entre los “olés” y los “bravos” de mi padre y las reprimendas de mi madre por despertar continuamente a la pequeña de la casa.
Durante el almuerzo, ambos discutían. Mi madre decía que yo aún era muy pequeño para presenciar una corrida de toros, a lo que mi padre alegaba que ya tenía edad suficiente, que tenía exactamente los mismos años que él cuando su padre lo llevó por primera vez a una lidia, además decía, que yo ya estaba acostumbrado a ver por la tele, en películas e incluso en los telediarios escenas y situaciones mucho más escabrosas. Yo no entendí el significado de esa última palabra, tal vez si lo hubiese sabido, ese día no habría acudido a la plaza. Mi madre le replicó que no era lo mismo verlo en la televisión que en directo, a unos escasos metros. La discusión concluyó con un puñetazo de mi padre sobre la mesa  y con una mirada que hizo que mi madre agachase la cabeza y no hablase más del tema durante todo el día. Cuando terminamos de comer subí a mi habitación y me tumbé en la cama con la entrada en la mano. Observé de nuevo la imagen del torero y el toro, imaginé y soñé despierto con el superhéroe y el villano, hasta que me quedé dormido.
Sobre las cinco y media mi madre entró en mi cuarto y me despertó diciéndome que mi padre me esperaba abajo para salir ya hacia la plaza. La cara de mi madre era de resignación y nunca olvidaré sus ojos de tristeza. Yo no comprendía porque estaba así y me preguntó si de verdad quería asistir a la corrida. Mi respuesta fue concisa y contundente. Me besó en la frente y me dijo que me daría el consuelo que pudiese necesitar a mi regreso. Seguía sin entender nada pero corrí hacia abajo y de la mano de mi padre caminé calle arriba hasta la plaza de toros. Miré una sola vez atrás y vi a mi madre en la puerta de casa con los brazos cruzados y con la misma cara de pena con la que me besó minutos antes de marchar. Volví mi vista hacia delante y levanté la cabeza hasta mi padre. Su rostro era duro y escondía un toque siniestro con el que me regaló una sonrisa. Se la devolví. Seguimos caminando hasta la plaza sin mirar más atrás.
De la mano me dirigió hasta nuestros asientos. Nos sentamos y se encendió un puro. Empezó a explicarme que a pesar de ser una plaza pequeña tenía mucha solera y que por ella habían pasado muy buenos toreros que luego se harían grandes en el mundo taurino. La plaza contaba con varias alturas para los espectadores. Nosotros estábamos situados en el tendido bajo, donde según mi padre y más tarde yo mismo comprobé, se divisaba con mayor detalle la corrida. Más arriba se localizaban las gradas y las andanadas que se encontraban cubiertas de las inclemencias del tiempo. Contemplé ensimismado toda la plaza, rebosante de un ambiente distendido, la gran mayoría eran hombres y aprecié algún niño en otras partes altas de la grada. Un toque de clarín me despertó de mi ensimismamiento y mi padre me dijo que ese sonido era el comienzo de la corrida. El paseíllo de los toreros lo recuerdo maravilloso, precedidos de los caballos y de los acordes de un pasodoble tocado por la banda de música del pueblo. Mi padre aplaudía acaloradamente mientras sostenía el puro con los dientes y se levantaba del asiento. Yo lo imité y di saltos de fascinación.
Una vez terminada la presentación salió aquel toro negro azabache, enorme y enfurecido. Pensé que era una autentica fiera, imponente y grandiosa. Me pareció un animal formidable. Se llamaba Doloroso y pesaba más de quinientos kilos. Corría agitado de un lado a otro de la plaza, hasta que salió el torero. En ese momento se quedó inmóvil con la mirada fija en él. Después de varios bufidos, inició la embestida. El torero no tendría nada que hacer contra él. Se veía tan insignificante a su lado que me pareció una lucha desigual. Entonces el torero con su capote rosa comenzó su baile, pasada tras pasada conseguía esquivar a Doloroso, lo mareaba y casi lo hipnotizaba. La gente de la plaza gritaba entusiasmada a cada quite del torero y mi padre no dejaba de gritar olé tras olé. Lo volví a imitar. El toro, a pesar de sus embestidas infructuosas, no cejaba en el intento de cornear al torero. Luego, salió el caballo con el jinete. Éste portaba una especie de lanza con la que empezó a picar al toro en el lomo. En ese momento dejo de ser divertido para mí. Mi ilusión cambió a un terror real. A miedo. El pobre Doloroso sangraba, aunque seguía luchando con braveza. Miré a mi padre con cara de desconcierto. No me mires a mí, contempla  el espectáculo que te lo estás perdiendo, me dijo. Entonces comprendí la tristeza de mi madre y la discusión del almuerzo. Agache la cabeza, pero mi padre colocó su mano en mi barbilla obligándome a levantarla.
Lo que llegó después fue aún peor. Banderillas que penetraban al pobre animal y quedaban clavadas en su cuerpo. Sangre que manaba de la boca del animal que cambiaba el color del albero a un tono marrón oscuro. Por cada banderilla mi cuerpo temblaba. Sentía repulsa por ese superhéroe y sus secuaces. Doloroso sí que era un auténtico ídolo para mí. Un ser que aun estando en inferioridad, cansado, herido y solo ante los verdaderos animales que pedían su muerte, luchaba sin cesar. Cuando el torero acabó con su vida y exhibió victorioso sus dos orejas y el rabo, y fue arrastrado su cuerpo inerte por el albero, me levanté y sin pedir permiso a mi padre, corrí entre lágrimas y salí de ese templo de la crueldad.
Mi madre me esperaba en el porche de entrada. La abracé y lloramos juntos y me prometió que nunca más me dejaría pisar una plaza de toros. Y así fue, nunca más lo hice a pesar de los insultos machistas y denigrantes que recibía por parte de mi padre.
Ese momento en mi vida me marcó para siempre. Ahora velo por los animales. Estudié para veterinario y les cuento esta historia a mis hijos para que amen a todos los seres vivos. El sufrimiento gratuito entiendo que no es cultura y así se lo trasmito a ellos.
En cuanto a mi padre, lo quiero mucho, pero jamás le perdonaré que me obligase siendo tan solo un niño a mantenerme allí sentado hasta que Doloroso dio su último suspiro. Que me forzara a presenciar un horrible espectáculo para que me hiciese un hombre, como mi abuelo hizo con él. Una tradición familiar que no continuaré.

Doloroso, macabro e irónico nombre ¿no creéis?



viernes, 19 de abril de 2013

La Luz (Suspense)


Me despertó la luz del sol que entraba por la ventana de la habitación. Tenía frío  no me había tapado, simplemente estaba tumbado sobre la cama. Me giré hacia la derecha para seguir durmiendo, pero vi de reojo la hora que marcaba el despertador. Eran las ocho de la mañana. A esa hora ya debía de estar abajo, en la cocina desayunando, ya que a las nueve tenía que estar en el trabajo. Me levanté sobresaltado de la cama y fui al armario a buscar la ropa que la noche anterior mi mujer me había dejado preparada. Cuando abrí la puerta, el traje de chaqueta negro, la camisa azul claro y la corbata no estaban. Me quedé pensando por unos instantes donde podría haberlo puesto todo, mientras rebuscaba entre mis pertenencias. Cómo llegaba tarde al curro decidí coger lo primero que viese y que estuviese correctamente planchado y me dispuse a cambiarme. En ese instante me percaté que la ropa que mi mujer me guardó en el armario la llevaba puesta. No sabía que habría pasado la noche anterior pero había dormido con el traje e incluso con los zapatos puestos. Me observé detenidamente y toda la ropa estaba en condiciones (algo arrugada y con un poco de olor a sudor), a excepción de la camisa que presentaba una mancha oscura a la altura de la barriga y de mis zapatos negros que ahora eran color marrón a causa del fango seco que tenía incrustado. Sorprendido salí de la habitación y bajé las escaleras. Mientras lo hacía oía las voces de mi mujer y mis hijos en la cocina. Antes de pisar el último escalón mi cuerpo se tambaleó de tal manera que casi caí de bruces contra el suelo. El mareo que sentí fue nuevo, nada que ver con el malestar que padecí otras veces debido a la resaca de cerveza. Me conseguí agarrar con una mano a la baranda de la escalera. Con la otra mano me masajeaba inconscientemente la nuca. Me notaba un intenso dolor, punzante, de desconocida procedencia. Cuando crucé el salón y llegué a la cocina vi a mis dos hijos sentados a la mesa con dos buenos tazones de cereales con leche. Mi mujer se encontraba junto a la encimera hablando con alguien que desde esa posición no conseguía ver. Su voz era totalmente desconocida para mí. Así que me acerqué para mirar quien hablaba con ella y lo vi, me vi. Era yo mismo el que la besaba apasionadamente.
- ¡Julia!-grité
Nada cambió en ninguno de ellos, parecía que no me habían oído.
-¿Qué está pasando aquí? ¿Nadie me oye?-volví a gritar
El silencio y la indiferencia absoluta fue la respuesta que obtuve.
Me acerque aún más a ellos para que me viesen, para tocarlos. Cuando estaba justo al lado de mi mujer alargue mi brazo para acariciar su cabello y éste se desvaneció en su cabeza. Era una sensación parecida a querer coger el aire con las manos, una misión imposible. El desconcierto invadió mi ser, no sabía que me estaba sucediendo y por qué mi familia no se percataba de mi presencia. Extrañado me centré en mí otro yo. Observé que estaba exactamente igual que yo ahora, con la misma ropa, con la única diferencia que él, llevaba los zapatos impecables, la camisa totalmente inmaculada y un aspecto mucho más descansado.
No sabía qué hacer, cómo llamar la atención de mi mujer para que me atendiese y me pudiese ayudar. El pánico pudo conmigo y grité con todas mis fuerzas intentando captar su atención, pero no respondía, nadie podía oírme.
Pensé durante unos segundos en que es lo que me podía estar pasando y en que es lo que podía hacer para salir de ese pozo sin fondo, mientras miraba la escena familiar cómo un simple espectador sentado en el sofá viendo una serie de televisión.
-Bueno cariño, luego nos vemos. Hoy llegaré tarde, tengo mucho que hacer en la oficina.
-Vale cariño, cuídate. Te quiero.
-Yo también. Chao.
Mi otro yo se despedía de mi mujer mientras salía por la puerta de casa. Se me ocurrió que si lo seguía tal vez podía averiguar qué es lo que me estaba ocurriendo. Corrí hacia la puerta y cogí el pomo con mis manos pero éste se me escapaba, así que quise comprobar si era capaz de atravesar la puerta. Cerré los ojos, tomé carrerilla y cuando los abrí ya estaba al otro lado, en la calle. Me subí al coche antes de que mi otro yo lo pusiese en marcha y lo acompañé hasta el trabajo. Durante el trayecto lo observé constantemente en busca de alguna pista, de algo que llamase mi atención. Lo único que conseguí con eso es comprobar lo poco agraciada que era mi belleza. También es verdad que no estaba acostumbrado a verme de perfil tan detenidamente. En fin cada uno es como es. Yo me gustaba.
Cuando llegamos a la oficina decidí esperar en el coche hasta su salida. Temía comprobar que, además de mi familia, nadie podría verme ni oírme, cosa que aumentaría aún más mi desesperación y mi estado de estrés.
Tanto tiempo de espera me hizo exprimir mi mente en busca de posibles causas a mi situación. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que todo esto era un sueño, una mala pesadilla de la que deseaba despertar, pero tras varios intentos dolorosos, pellizcándome los mofletes e incluso los testículos, comprobé que era imposible despertar. No estaba dormido. También se me ocurrió que podía estar muerto, pero de momento era sólo una hipótesis, ya que mi otro yo estaba en perfecto estado en su puesto de trabajo. De tanto pensar se me fundieron los plomos y acabé exhausto y casi entré en un estado de ensoñación, interrumpido por el portazo que dio mi otro yo al entrar en el coche. Ya el sol había caído hacía tiempo, eran poco más de las once de la noche y nos dispusimos a conducir de vuelta a casa. La carretera comarcal por la que viajaba siempre de regreso a casa era solitaria y oscura pero así evitaba todo el tráfico de la autovía principal. En cuarenta minutos aproximadamente ya estaría en mi hogar con mi familia y esperando olvidar ésta horrible experiencia.
La radio reproducía una canción que me encantaba del grupo Coldplay. Él la tatareaba y yo también. En ese instante la radio empezó a fallar, a salirse de la frecuencia. Tras varios intentos y cambios de emisoras esta murió súbitamente. Dejó de funcionar. Sin darle más vueltas pensé en que al día siguiente la llevaría a reparar. Estábamos cerca ya del kilómetro 122, a unos pocos minutos de casa, cuando mi otro yo frenó bruscamente. Justo a unos 100 m de nosotros en la carretera, parecía que venía de frente un vehículo a alta velocidad, por como la única luz de ese coche se hacía cada vez más grande. Era una luz azul, intensa como el mismo sol, que nos obligó a poner la mano justo delante de nuestros ojos y a cerrarlos. Sin tiempo de reacción la luz se hizo del tamaño de un camión e impactó contra nosotros. Cuando abrí los ojos todo estaba igual, salvo nosotros. Vi como mi otro yo tenía un gesto entre miedo e incredulidad por lo que acababa de pasar.
-¿Qué coño ha sido eso?- se preguntó.
-Eso mismo me pregunto yo- respondí aunque sabía que no me oiría.
Asustado comprobó que el coche que antes estaba con el motor en marcha y las luces encendidas, ya no lo estaba. Intentó arrancarlo repetidamente sin éxito. Salió a la carretera y lo empujó poco a poco y con mucho esfuerzo hasta dejarlo correctamente detenido en el arcén. Cogió el móvil del bolsillo de la chaqueta para poder llamar a la grúa. Para su sorpresa éste estaba apagado a pesar de que la batería la tenía prácticamente al cien por cien de su capacidad. Estamos jodidos, pensé. Nunca se me había dado nada bien la mecánica. Lo llevaba al taller incluso para el simple hecho de cambiar una bombilla. Levantó el capó del coche y empezó a trastear sin encontrar la avería y conseguir ensuciar la camisa de grasa. Entonces entendí por qué la mía también estaba así y que a mi otro yo le estaba empezando a ocurrir lo mismo que a mí, aunque yo todavía no sabía el que. De repente, mientras que miraba el motor del coche cómo aquel que no entiende de arte estuviese viendo un Picasso, una luz del tamaño de un balón de futbol emergió entre los árboles que rodeaban la carretera. Mi otro yo se quedó mirándola asustado pero atraído por su belleza. Empezó a caminar y a adentrarse en la espesura. Yo intenté pararlo sin ninguna consecuencia, así que lo acompañé. En cierto modo también me seducía esa bola azul que permanecía inmóvil en el bosque. Avanzábamos lentos pero ansiosos por comprobar más de cerca su hermosura. El bosque estaba silencioso, expectante de nuestros movimientos. Cuando nos encontramos a unos cincuenta metros de distancia nuestro ritmo cardíaco aumentó, y los vellos de nuestra piel se erizaron por una extraña sensación. La luz poco a poco fue creciendo hasta alcanzar el mismo tamaño que aquella luz que nos encontramos en la carretera. Era exactamente la misma, del mismo color azul brillante, pero en esta ocasión oíamos unos susurros procedentes de ella que nos invitaban a seguir, a acercarnos  más y más. La mirábamos hipnotizados por su luminosidad que a pesar de ser tan potente, no era cegadora. Nos encontrábamos a unos escasos metros de ella. Quise distinguir algo que me diera una pista de lo que podía ser, pero nada, sólo era una esfera enorme que murmuraba. Intentamos dar un paso más para tocarla pero existía una barrera invisible que nos lo impedía. No sentía miedo y mi otro yo tampoco a juzgar por su gesto de fascinación. En un santiamén, la luz creció de tal manera que nos envolvió, nos tragó como lo hace el mar con el sol al atardecer, para luego diluirse en el aire que rodeaba la arboleda. De repente desapareció, se esfumó con mi otro yo. Estaba solo, envuelto por los ruidos del bosque en la calma de la noche.
Regresé desconcertado a la carretera. El coche seguía allí, en el arcén. Me subí a él y lo arranqué sin problemas. Conduje hasta casa, abrí la puerta;
-Cariño ¿Dónde has estado? Me tenías preocupada-
-Se me averió el coche-contesté incrédulo
-¡Vaya! Mira cómo te has puesto la camisa de grasa. Y cuidado con el barro de los zapatos. Quítatelos antes de pasar-
-Si cariño-contesté.
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Esa noche me fui a la cama pensando en que pasaría con mi otro yo, a donde habría ido y con quien. Eso, supongo, que nunca lo sabré.