Me despertó la luz del sol que entraba por la ventana de la
habitación. Tenía frío no me había tapado, simplemente estaba tumbado sobre la
cama. Me giré hacia la derecha para seguir durmiendo, pero vi de reojo la hora
que marcaba el despertador. Eran las ocho de la mañana. A esa hora ya debía de
estar abajo, en la cocina desayunando, ya que a las nueve tenía que estar en el
trabajo. Me levanté sobresaltado de la cama y fui al armario a buscar la ropa
que la noche anterior mi mujer me había dejado preparada. Cuando abrí la puerta,
el traje de chaqueta negro, la camisa azul claro y la corbata no estaban. Me
quedé pensando por unos instantes donde podría haberlo puesto todo, mientras
rebuscaba entre mis pertenencias. Cómo llegaba tarde al curro decidí coger lo
primero que viese y que estuviese correctamente planchado y me dispuse a
cambiarme. En ese instante me percaté que la ropa que mi mujer me guardó en el
armario la llevaba puesta. No sabía que habría pasado la noche anterior pero
había dormido con el traje e incluso con los zapatos puestos. Me observé
detenidamente y toda la ropa estaba en condiciones (algo arrugada y con un poco
de olor a sudor), a excepción de la camisa que presentaba una mancha oscura a
la altura de la barriga y de mis zapatos negros que ahora eran color marrón a
causa del fango seco que tenía incrustado. Sorprendido salí de la habitación y
bajé las escaleras. Mientras lo hacía oía las voces de mi mujer y mis hijos en
la cocina. Antes de pisar el último escalón mi cuerpo se tambaleó de tal manera
que casi caí de bruces contra el suelo. El mareo que sentí fue nuevo, nada que
ver con el malestar que padecí otras veces debido a la resaca de cerveza. Me
conseguí agarrar con una mano a la baranda de la escalera. Con la otra mano me
masajeaba inconscientemente la nuca. Me notaba un intenso dolor, punzante, de
desconocida procedencia. Cuando crucé el salón y llegué a la cocina vi a mis dos
hijos sentados a la mesa con dos buenos tazones de cereales con leche. Mi mujer
se encontraba junto a la encimera hablando con alguien que desde esa posición
no conseguía ver. Su voz era totalmente desconocida para mí. Así que me acerqué
para mirar quien hablaba con ella y lo vi, me vi. Era yo mismo el que la besaba
apasionadamente.
- ¡Julia!-grité
Nada cambió en ninguno de ellos, parecía que no me habían
oído.
-¿Qué está pasando aquí? ¿Nadie me oye?-volví a gritar
El silencio y la indiferencia absoluta fue la respuesta que
obtuve.
Me acerque aún más a ellos para que me viesen, para
tocarlos. Cuando estaba justo al lado de mi mujer alargue mi brazo para
acariciar su cabello y éste se desvaneció en su cabeza. Era una sensación
parecida a querer coger el aire con las manos, una misión imposible. El
desconcierto invadió mi ser, no sabía que me estaba sucediendo y por qué mi
familia no se percataba de mi presencia. Extrañado me centré en mí otro yo. Observé
que estaba exactamente igual que yo ahora, con la misma ropa, con la única
diferencia que él, llevaba los zapatos impecables, la camisa totalmente
inmaculada y un aspecto mucho más descansado.
No sabía qué hacer, cómo llamar la atención de mi mujer para
que me atendiese y me pudiese ayudar. El pánico pudo conmigo y grité con todas
mis fuerzas intentando captar su atención, pero no respondía, nadie podía
oírme.
Pensé durante unos segundos en que es lo que me podía estar
pasando y en que es lo que podía hacer para salir de ese pozo sin fondo,
mientras miraba la escena familiar cómo un simple espectador sentado en el sofá
viendo una serie de televisión.
-Bueno cariño, luego nos vemos. Hoy llegaré tarde, tengo
mucho que hacer en la oficina.
-Vale cariño, cuídate. Te quiero.
-Yo también. Chao.
Mi otro yo se despedía de mi mujer mientras salía por la
puerta de casa. Se me ocurrió que si lo seguía tal vez podía averiguar qué es
lo que me estaba ocurriendo. Corrí hacia la puerta y cogí el pomo con mis manos
pero éste se me escapaba, así que quise comprobar si era capaz de atravesar la
puerta. Cerré los ojos, tomé carrerilla y cuando los abrí ya estaba al otro
lado, en la calle. Me subí al coche antes de que mi otro yo lo pusiese en
marcha y lo acompañé hasta el trabajo. Durante el trayecto lo observé
constantemente en busca de alguna pista, de algo que llamase mi atención. Lo
único que conseguí con eso es comprobar lo poco agraciada que era mi belleza.
También es verdad que no estaba acostumbrado a verme de perfil tan
detenidamente. En fin cada uno es como es. Yo me gustaba.
Cuando llegamos a la oficina decidí esperar en el coche
hasta su salida. Temía comprobar que, además de mi familia, nadie podría verme
ni oírme, cosa que aumentaría aún más mi desesperación y mi estado de estrés.
Tanto tiempo de espera me hizo exprimir mi mente en busca de
posibles causas a mi situación. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que
todo esto era un sueño, una mala pesadilla de la que deseaba despertar, pero
tras varios intentos dolorosos, pellizcándome los mofletes e incluso los
testículos, comprobé que era imposible despertar. No estaba dormido. También se
me ocurrió que podía estar muerto, pero de momento era sólo una hipótesis, ya
que mi otro yo estaba en perfecto estado en su puesto de trabajo. De tanto
pensar se me fundieron los plomos y acabé exhausto y casi entré en un estado de
ensoñación, interrumpido por el portazo que dio mi otro yo al entrar en el
coche. Ya el sol había caído hacía tiempo, eran poco más de las once de la
noche y nos dispusimos a conducir de vuelta a casa. La carretera comarcal por
la que viajaba siempre de regreso a casa era solitaria y oscura pero así
evitaba todo el tráfico de la autovía principal. En cuarenta minutos
aproximadamente ya estaría en mi hogar con mi familia y esperando olvidar ésta
horrible experiencia.
La radio reproducía una canción que me encantaba del grupo
Coldplay. Él la tatareaba y yo también. En ese instante la radio empezó a
fallar, a salirse de la frecuencia. Tras varios intentos y cambios de emisoras
esta murió súbitamente. Dejó de funcionar. Sin darle más vueltas pensé en que
al día siguiente la llevaría a reparar. Estábamos cerca ya del kilómetro 122, a
unos pocos minutos de casa, cuando mi otro yo frenó bruscamente. Justo a unos
100 m de nosotros en la carretera, parecía que venía de frente un vehículo a
alta velocidad, por como la única luz de ese coche se hacía cada vez más
grande. Era una luz azul, intensa como el mismo sol, que nos obligó a poner la
mano justo delante de nuestros ojos y a cerrarlos. Sin tiempo de reacción la
luz se hizo del tamaño de un camión e impactó contra nosotros. Cuando abrí los
ojos todo estaba igual, salvo nosotros. Vi como mi otro yo tenía un gesto entre
miedo e incredulidad por lo que acababa de pasar.
-¿Qué coño ha sido eso?- se preguntó.
-Eso mismo me pregunto yo- respondí aunque sabía que no me
oiría.
Asustado comprobó que el coche que antes estaba con el motor
en marcha y las luces encendidas, ya no lo estaba. Intentó arrancarlo
repetidamente sin éxito. Salió a la carretera y lo empujó poco a poco y con
mucho esfuerzo hasta dejarlo correctamente detenido en el arcén. Cogió el móvil
del bolsillo de la chaqueta para poder llamar a la grúa. Para su sorpresa éste
estaba apagado a pesar de que la batería la tenía prácticamente al cien por
cien de su capacidad. Estamos jodidos, pensé. Nunca se me había dado nada bien
la mecánica. Lo llevaba al taller incluso para el simple hecho de cambiar una
bombilla. Levantó el capó del coche y empezó a trastear sin encontrar la avería
y conseguir ensuciar la camisa de grasa. Entonces entendí por qué la mía
también estaba así y que a mi otro yo le estaba empezando a ocurrir lo mismo
que a mí, aunque yo todavía no sabía el que. De repente, mientras que miraba el
motor del coche cómo aquel que no entiende de arte estuviese viendo un Picasso,
una luz del tamaño de un balón de futbol emergió entre los árboles que rodeaban
la carretera. Mi otro yo se quedó mirándola asustado pero atraído por su
belleza. Empezó a caminar y a adentrarse en la espesura. Yo intenté pararlo sin
ninguna consecuencia, así que lo acompañé. En cierto modo también me seducía
esa bola azul que permanecía inmóvil en el bosque. Avanzábamos lentos pero
ansiosos por comprobar más de cerca su hermosura. El bosque estaba silencioso,
expectante de nuestros movimientos. Cuando nos encontramos a unos cincuenta
metros de distancia nuestro ritmo cardíaco aumentó, y los vellos de nuestra
piel se erizaron por una extraña sensación. La luz poco a poco fue creciendo
hasta alcanzar el mismo tamaño que aquella luz que nos encontramos en la
carretera. Era exactamente la misma, del mismo color azul brillante, pero en
esta ocasión oíamos unos susurros procedentes de ella que nos invitaban a
seguir, a acercarnos más y más. La mirábamos
hipnotizados por su luminosidad que a pesar de ser tan potente, no era cegadora.
Nos encontrábamos a unos escasos metros de ella. Quise distinguir algo que me
diera una pista de lo que podía ser, pero nada, sólo era una esfera enorme que
murmuraba. Intentamos dar un paso más para tocarla pero existía una barrera
invisible que nos lo impedía. No sentía miedo y mi otro yo tampoco a juzgar por
su gesto de fascinación. En un santiamén, la luz creció de tal manera que nos
envolvió, nos tragó como lo hace el mar con el sol al atardecer, para luego
diluirse en el aire que rodeaba la arboleda. De repente desapareció, se esfumó
con mi otro yo. Estaba solo, envuelto por los ruidos del bosque en la calma de
la noche.
Regresé desconcertado a la carretera. El coche seguía allí,
en el arcén. Me subí a él y lo arranqué sin problemas. Conduje hasta casa, abrí
la puerta;
-Cariño ¿Dónde has estado? Me tenías preocupada-
-Se me averió el coche-contesté incrédulo
-¡Vaya! Mira cómo te has puesto la camisa de grasa. Y
cuidado con el barro de los zapatos. Quítatelos antes de pasar-
-Si cariño-contesté.
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Esa noche me fui
a la cama pensando en que pasaría con mi otro yo, a donde habría ido y con
quien. Eso, supongo, que nunca lo sabré.