El Diario (Amor)


Miguel acudía coma cada lunes a su cita con la farmacia.
Era fundamental que a su amada Carmela no le faltasen sus medicamentos para el mal que sufría.
Desde que se conocieron, hace más de cincuenta y cinco años, Miguel siempre intentó que a ella no le faltase de nada, y ahora  no iba a ser menos. Él sabía que las pastillas que Carmela tomaba no servirían de nada para curarse, nada más que tenían un efecto placebo que sólo prolongaría su dolor. Lo que si conseguía que ella estuviese bien de ánimos era la ternura con la que Miguel le trataba.
Para él, sin embargo, no había cura posible para su alma. Sufría cada día, cada segundo, simplemente mirando sus ojos, no porque fuesen oscuros o sin luz, todo lo contario, sino porque en ellos no veía a la mujer que lo enamoró enloquecidamente. De hecho Carmencita, como él la llamaba, ya no era la misma desde que enfermó.
Cuando el médico le dio la noticia de la enfermedad que padecía Carmela, él puso todo su esfuerzo para que siguiese recordando todo lo que fue, todo lo que fueron juntos.
Una mañana, Miguel se levantó con lágrimas en los ojos. El sueño tan maravilloso que tuvo le alegró el corazón. Soñó que Carmela lo visitaba a su trabajo en la fábrica para entregarle la bolsa con el almuerzo. Un recipiente con el riquísimo Menudo que ella preparaba, acompañado de un trozo de pan tierno y recién horneado. Por supuesto la forma de cocinar de Carmela la echaba de menos, pero lo que más felicidad le provocó el sueño, era verla a ella, verla llegar con su amplia y pura sonrisa y con sus ojos tan brillantes como el sol de mediodía.
Esa mañana al levantarse de la cama tomó la decisión de escribir, de plasmar sus vidas en un diario. Así cada noche mientras estaban en la cama, antes de dormir, podría leerle su pasado para que la siguiese allá donde fuese su alma.
No sería fácil para Miguel. Era un hombre de ochenta y tres años y su pulso y letra no lo ayudarían, pero su mente lúcida si le acompañaría para plasmar todos sus recuerdos, o eso pensaba él.
Y así fue, cada noche, en la cama a la luz de las velas, Miguel leía para Carmela cada recuerdo, cada vivencia sentida con ella.

Le relató la noche que se conocieron en el cine de verano del pueblo.

-¿Recuerdas Carmencita el día que nos vimos por primera vez?-

Tú ibas acompañada de tu hermana Teresa y yo de mi amigote Luis. Yo te lancé un guiño desde la distancia al que me respondiste con una amplia sonrisa.

-¿Lo recuerdas?- preguntó.

-Carmela sonrió.-

-Carmencita, de lo que sí te debes de acordar es del día en que nos casamos. Eras la mujer más hermosa del mundo. Tu vestido blanco resaltaba aún más tu pureza y deslumbrabas  a todos los invitados cuando recorriste la iglesia hasta el altar. ¿Recuerdas lo nervioso que estaba?, ni siquiera atinaba a colocarte el anillo. Mi corazón latía tan rápido que cuando nos dimos el sí quiero y nos besamos, casi se me sale del pecho. ¿Lo recuerdas amor mío? –

- Pero sin duda, el momento más feliz de nuestra apasionada vida fue el día que Mario, nuestro único hijo, llegó para hacernos los padres más dichosos de todo el pueblo. Tras varios años intentando que quedases embarazada fusionando nuestros cuerpos entre sábanas blancas y con aroma a lavanda, lo conseguimos. Los casi nueve meses que estuvimos “embarazados”, fueron intensos, conmovedores, angustiosos e incluso divertidos. ¿Recuerdas cuando un domingo por la noche me despertaste de mi sueño porque necesitabas comer fresas? Ja ja ja. Tuve que salir a las cuatro de la madrugada para buscar al frutero del pueblo, y lo más que conseguí fue un racimo de uvas maduras que cubrí de mermelada de fresas para engañar a tu deseo. Estuvimos los seis meses siguiente de gestación con el temor de que nuestro hijo naciera con pepitas por todo el cuerpo, ja ja ja ¿lo recuerdas Carmencita?-

-Por fin cuando diste a luz comprobamos el milagro de la vida. Nuestro pequeño Mario era hermoso, con unos pocos pelos rubios y con una piel fina y rojiza, rojiza no por tu antojo de fresas sino por el color de la sangre que corría con fuerza y bravío por todo su cuerpo. Nunca olvidare la imagen de felicidad que desprendía tu cara a pesar del esfuerzo, y como lo sujetabas entre tus brazos con delicadeza y ternura. ¿Lo recuerdas vida mía?-

Esa noche, después de leer su diario para Carmela, quedaron exhaustos de tantos recuerdos y durmieron plácidamente hasta bien entrado el amanecer.

A la mañana siguiente tenían visita. El domingo era el día que su hijo Mario venía a verlos. Era el único momento de la semana que su trabajo le permitía viajar y poder estar con ellos.

-Hola papá, ¿cómo estás?, ¿cómo has pasado la semana?- preguntó Mario.

-Bien hijo mío. Con algunos dolores, pero bien.- contestó Miguel.

Mario, mientras que hablaba con su padre de fútbol, del tiempo y de la asignación del nuevo Papa, observaba por la habitación y se percató que sobre la mesilla de noche había un diario. Era de tapa dura, de color verdoso y sobre él había una pluma de plata que Mario regaló a su padre por su ochenta y tres cumpleaños. Se acercó a la mesita de noche y cogió el diario con cuidado y preguntó;

-¿Sigues escribiendo papá?-

-Claro- contesto Miguel.-Es importante para tu Madre. Intento que recuerde lo felices que fuimos antes de su enfermedad-

Mario con un gesto de tristeza en la cara y con una voz suave y delicada le recriminó a su padre y le dijo:

-Papá me parece genial que escribas un diario, pero en cuanto a mamá...- Se quedó en silencio y tras unos segundos prosiguió;

-Vamos papá, termina de vestirte que salimos de paseo-


Durante el trayecto en coche Miguel preguntó a su hijo;

-¿Dónde vamos?-

-Ya sabes dónde papá. Es la cuarta vez que venimos en el último mes-contestó Mario.

Miguel se quedó en silencio y giro la cabeza para mirar el paisaje por la ventanilla del coche.
Llegaron a su destino. Mario abrió la puerta del coche para ayudar a su anciano padre a salir de él y tras unos metros andando por senderos verdes y bajo el canto de los pájaros se detuvieron junto a una lápida que decía:

                      

CARMELA DÍAZ BELLA
1930-2010
DESCANSE EN PAZ



-Pero, ¿dónde me has traído hijo?-

-Papá léela, por favor.-

Miguel leyó la placa detenidamente y de manera forzada. Por las lágrimas, que mientras leía, caían por sus mejillas, parecía que por fin había entendido lo que estaba sucediendo.

-Papá, mamá ya no está con nosotros. Hace tres años que nos dejó, que murió. El Alzheimer se la llevó y ahora tú estás padeciendo el mismo mal. Por eso te traigo aquí, para que también intentes recordar-

Miguel apartó la vista de la tumba y levantó lentamente la cabeza. Mirando a su hijo a los ojos le dijo:

-Tenemos que volver a casa. Mamá no puede estar mucho tiempo sola.-

En la puerta de entrada a la Residencia de mayores, Mario se despidió de su padre hasta el próximo domingo, entendiendo que los recuerdos de sus padres, un día, se quedaron en el diario para no volver. 


FIN.

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