El asfalto estaba tan caliente que incluso sus almohadillas sentían su tacto abrasador. Abría la boca en busca de aire fresco que refrigerase su cuerpo pero no era suficiente. El sol deslumbrante le obligaba a cerrar sus ojos en busca de una sombra que aplacara su calor, una sombra que no existía, salvo la suya. Pensaba que todo ese campo amarillo pajizo y solitario lo atraparía en un juego de carreras tras la pelotita verde que tanto le gustaba. Pero no había pelotita ni siquiera tenía libertad para correr. La correa le apretaba más de lo normal y hoy nadie le incitaba a buscar.
Su dueño, segundos antes, pronunció una sola palabra, una
palabra que no entendió, era la primera vez que la oía; -Perdóname-. Luego vio cómo
se metía en su coche y se alejaba tan rápido que su mirada no fue capaz de
seguirlo. Hizo el intento de ir tras él, pero las ataduras a aquel metal
ardiente lo mantenían sujeto. No es posible que se haya olvidado de mí; pensó.
Tiró tan fuerte de su correa que fue capaz de soltarla e ir tras su amo.
Recorrió kilómetros por esa carretera desolada. Sus patas
empezaron a sufrir los efectos del pavimento rugoso, provocándole llagas que
dificultaba aún más la búsqueda. Se detenía durante unos segundos para
concentrar su olfato, pero solo le llegaba el perfume de la hierba humeante, de
algún animal que se descomponía regalando abono a la tierra y sobre todo el
olor de la soledad, ni rastro de su dueño. El cansancio acabó con su ímpetu y fue
sucumbiendo a la desesperación.
Tumbado en la cuneta, pensaba en la acogedora casita de
madera que le construyó para dormir, en su pienso, que aunque rutinario saciaba
su apetito, y en los regalos sabrosos que recibía bajo la mesa del comedor.
Pero sobretodo echaba de menos la mano de su amo recorriendo suavemente su lomo
y como sus dedos realizaban movimientos circulares detrás de sus orejas que le obligaban de gusto a tornarlas hacia
atrás y lo dejaba en un estado de placer casi divino.
Soñando con todo eso, sus orejas de manera instintiva se
levantaron hacia el cielo captando el sonido del monstruo de metal que lo
abandonó allí. De un salto se situó en la calzada y observó cómo dos pequeños
puntos blancos relucientes se acercaban a él. Moviendo su rabo de manera
efusiva pensaba que había vuelto, que se había dado cuenta de su ausencia. Los
dos puntos blancos se convirtieron en dos enormes esferas cegadoras que
impactaron contra él. Las esferas blancas cambiaron a un rojo intenso y
desaparecieron en el horizonte. En la cuneta, ésta vez, se rindió a un sueño
eterno.
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