El ilusionista.


Cada martes, cuando caía el sol y las luces de las farolas iluminaban la calle, esperaba sentado en el banco a que surgiese la magia. Justo en frente mía se encontraba el ilusionista, como yo lo llamaba. Se tomaba un café con la mirada perdida en su aroma, agarrando el vaso con ambas manos en busca de un poco de calor que reconfortase su cuerpo. Ese día hacia frío, pero nada comparable con la humedad que caía en forma de niebla sobre las calles, mojándolas como si de lluvia se tratase y dándole un aspecto tenue al escenario ambulante. El ilusionista guardaba sus pocas pertenencias bajo el techillo que formaba el balcón de la vivienda que tenía justo encima y las cubría con un plástico transparente para que la humedad no las echase a perder. Pero su mayor tesoro, el que a mí me atrapaba, lo custodiaba en un precioso maletín de terciopelo ya gastado, por el paso del tiempo, y sucio por las inclemencias del viaje. Siempre lo colocaba cerca y apoyaba una mano en él mientras lo acariciaba con los dedos. Sabía que era su mayor y único bien y lo que le daba sentido a su existencia. Yo esperaba ansioso a que lo sacase de su cofre para contemplarlo y lo mostrara a todo aquel que quisiera perder unos pocos minutos de su vida en verlo y admirar su hermosura.  Es cierto que no era más que un violín, viejo y seguramente algo desafinado pero eso yo no lo notaba y tampoco me importaba. La magia del ilusionista residía en su habilidad para tocarlo y provocar que mi alma traspasase mi piel y viajara a sitios que nunca había visitado. No era posible que cuando empezaba el pequeño concierto mis parpados cayeran y mi mente apareciera de repente en lugares lejanos y extraños para mí.
Ya llevaba casi dos horas esperando impaciente a que sacase su violín y me transportase a otros mundos, cuando el ilusionista levantó la mano y me hizo el gesto de que me acercara. Algo incrédulo, me levante del banco y me dirigí hasta la esquina donde se encontraba preparando su pequeño escenario.
-¿Me llamabas a mí?-le pregunté
-¿Hay alguien más?- me respondió con un torpe castellano.
-Bueno esta calle es una de las más transitadas de la ciudad. Hay mucha gente por aquí. Pero eso tú ya lo sabes. Te colocas aquí a tocar para que te oigan más personas y así puedas llenar tu platito de más monedas. ¿No?-
-Me sitúo aquí porque es donde tú me esperas encontrar-
Me hizo gracia esa afirmación, ya que eran muchas las personas que se paraban a escuchar su melodía.
-¿Dónde quieres viajar hoy?- me preguntó.
Su pregunta me dejó perplejo. No entendía cómo era posible que supiese lo que yo sentía cuando su música envolvente retumbaba en las paredes de los edificios para acabar en mis oídos. El ilusionista sonrió de manera picara y levantó su mirada hacia mi mostrándome sus ojos blancos y carentes de vida. Desde el banco dónde lo observaba era imposible darme cuenta de su ceguera. Nunca me lo podría haber imaginado. Sus movimientos eran perfectos y no delataban su invidencia. Tenía correctamente estudiado cada paso, cada gesto y lo que es más maravilloso, cada acorde de su violín.
-No sabía que eras ciego-
-¿Pero eso importa?-
-No, claro que no.-le contesté
-No hace mucho que lo soy, así que me ha dado tiempo suficiente para conocer mundo y poder guardarlo en mi violín. Éste pequeño amigo me ha acompañado en todos los viajes que hice y tiene impregnada la esencia de cada rincón del planeta que he visitado-continuó
-¿Y cómo sabes que cada martes vengo a oírte tocar si no me ves?-
-Hay muy pocas personas con la capacidad que tú tienes para interpretar la música, para ser capaz de volar entre su sonido y llegar a sitios que nunca antes has visitado. A pesar que la oscuridad invade mis ojos, consigo ver la luz que desprende tu alma cuando me oyes tocar. ¿Dónde quieres viajar hoy?-
-Donde tu violín me lleve será perfecto-contesté.
Volví a mi banco para contemplar la belleza de su música. Sí, digo contemplar porque con ella veía paisajes, personas, ciudades, mares y montañas, flores, fuentes secas y con abundante agua, niños y ancianos, sonrisas, lágrimas… Viajé a Asia, vi la muralla china, sentí el abrasador calor del desierto marroquí, nadé en las gélidas aguas del polo norte, me enamoré en la torre Eiffel, navegué en góndola, tiré una moneda a la fontana de Trevi y pedí un deseo. Fueron tanto los sitios que descubrí que cada martes llegaba a casa llorando de nostalgia por los lugares visitado y con el deseo de que la semana pasase pronto para volver a ver a mi ilusionista.
Al siguiente martes me fue imposible asistir al concierto de la calle ancha. Una brutal e inoportuna gripe me lo impidió.
Una semana después volví a mi banco con la terrible sorpresa de que mi buen amigo el ilusionista no estaba en su esquina, ni sus pocas pertenencias ni su violín. El corazón me latía tan rápido que casi me caigo al suelo. Pensé que tal vez él también se hubiese puesto enfermo y por eso no estaba allí, pero cada martes regresaba y él ya no estaba. Su sitió lo ocupaban otras personas sin techo que no provocaban nada en mi salvo lástima. Lo busqué por cada rincón, cada plaza y esquina de la ciudad, sin la suerte de volverlo a ver. A pesar de todo seguí sentándome en ese banco, frente a la esquina del ilusionista, con la esperanza de que algún día volviese a tocar allí, y sobre todo porque en los edificios de la zona había quedado impreso su arte para hacerme volar.
Después de eso deseé que el ilusionista siguiese viajando y regalando, a las pocas personas que tenían la misma facultad que yo, de viajar con la música, las vivencias impregnadas en los acordes de su violín.




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