Manada de Cotillas.


Mi pueblo, un lugar pequeño, acogedor y humilde. También precioso por supuesto, con sus placitas dibujadas de verdes, con fuentes relajante y con sus callejuelas estrechas y laberínticas, rodeado de montañas y de senderos naturales y habitado por personas trabajadoras, sencillas y cotillas…muy cotillas. Sobre todo esas señoras de avanzada edad cuyo menester en la vida es el de cuidar a su marido, servirlo y obedecerlo como el matrimonio estableció. No soporto caminar por esas plazas y encontrármelas ahí sentada sobre el banco que parece llevar su nombre y cuchicheando en susurros como si en misa estuviesen. Tal vez el día se les hace muy largo, sus hijos ya criados y sus trabajos en el hogar terminados desde muy temprano, les permiten pasar ratos eternos en ese banco. Por eso a la misma hora, siempre al mediodía, te las encontrarás allí empotradas luciendo el negro como bandera, por el luto de algún familiar fallecido y buscando una presa para despellejar como hienas hambrientas. No necesitan motivo para ello, basta con que te cruces por su camino para que saquen la lengua a paseo y chismorreen sobre tu vida. Intento evitarlas, tomar otra dirección alternativa, aunque a veces me es imposible ya que se encuentran situadas en un punto estratégico donde todos los habitantes del pueblo en algún momento del día deben pasar por allí.
Normalmente forman un grupo de tres, Angelines, Josefa y Rafaela. Ésta última suele ser la primera en llegar situándose como jefa de la manada en el centro del banco. A los pocos minutos aparecen las otras dos cómo si el aroma a hembra dominante de la primera las atrajeran hasta la zona de caza. Se sitúan sentándose una a cada lado como escolta de Rafaela. Tras unos pocos segundos de saludos informales se recuestan en el asiento relajando sus músculos y situando sus manos sobre sus regazos con pequeños movimientos de dedos entrelazados. Su aparente calma entraña un enorme peligro. Nunca descansan, siempre están alerta aunque no lo parezca. Sus sentidos más desarrollados son la vista y el oído. Sus ojos siempre están en movimiento, oteando el horizonte en busca de una posible presa. Es increíble que a pesar de sus avanzadas edades puedan distinguir una víctima a muchos metros de su posición. En cuanto a su oído, sé que alguna de ellas, aunque no lo puedo asegurar, se ayudan de un pequeño artilugio que colocan en sus orejas para así poder amplificar el sonido. No se les escapa ni el vuelo de una pequeña mosca de la fruta. Sus cabezas están en un movimiento constante como si de un faro marítimo se tratase.
Lo más impactante es el silencio. Un silencio ensordecedor que no encaja con la reunión de tres personas, pero necesitan estar así para captar cualquier señal de una presa que se acerque. Sus víctimas favoritas suelen ser la soltera embarazada, la pareja de jóvenes con síntomas evidentes de ser mariquitas; como ellas los llaman, y el marido borracho y mujeriego del portal de enfrente. En el momento que captan la esencia de algunos de ellos, se inclinan en su asiento, acercan sus cabezas unas a otras y mueven la boca a tal velocidad que es imposible descifrar sus comadreos. Cuando cualquiera de sus vecinos preferidos no pasan por allí durante días, eligen a cualquier otro para que sus habilidades de caza no se atrofien.
En definitiva forman parte de la esencia de mi pueblo, son como el mobiliario urbano de la plaza principal y a veces pienso que no sería lo mismo sin ellas, los rumores no correrían a la velocidad que lo hacen por las calles, por cada esquina, al fin y al cabo a mí también me gusta enterarme de las dichas y desdichas de mis vecino. Tal vez no sea tan diferente a ellas y algún día ese banco será mío y de mi manada de cotillas.


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