Nunca fue fácil para ella, nunca pudo soñar despierta, sólo
era una máscara nocturna, la máscara para su alma verdadera.
Desde niña lo sabía, lo sentía y se preguntaba por qué no, ¿por
qué no podía liberar esa carga que soportaba su corazón y dejarla escapar por
los mares de sus lágrimas perdidas? Eso hacia cada noche, cada noche balsámica.
Eran noches de espectáculos divinos, en los que podía
evadirse de su engaño doloroso. Noches repletas de aplausos y gritos
ensordecedores que la hacían tocar el cielo, donde se sentía una diva, la diosa
del Olimpo. No era noche para los lamentos sino para la alegoría de la mujer.
Su función empezaba en pocos minutos. Estaba nerviosa pero confiada de sí misma. Sabía de sus
posibilidades. Además las personas que iban a presenciar su show conocían bien
la temática del mismo, algo que le proporcionaba mucha tranquilidad. Esa noche
no habría prejuicios. Actuaba en un pequeño teatro-bar donde algunos artistas
novatos y otros fracasados mostraban sus habilidades innatas o aprendidas. Las
suyas eran cualidades naturales, que venían directamente de lo más profundo de
su alma. Desde la niñez, sus maneras ya daban buena cuenta de su talento, que
perfeccionaría con la imitación y algunos gestos estudiados y practicados hasta
la saciedad. Los reproches de su padre y su mano dura sólo conseguían motivarla
más.
En esas tablas alcanzaba la gloria, era feliz. Era quien
siempre quiso ser, fuera del alcance de miradas envenenadas y delatoras, a salvo de los comentarios
denigrantes de aquellos que ven con los ojos ennegrecidos por la racionalidad.
No había nada de lógica en ella. Todo era sentimientos puros, sin mascaras para
su alma y sin disfraces para su corazón pero llena de teatralidad en sus formas
insinuantes y delicadas.
Minutos antes de salir al escenario se maquillaba, cubriendo
con cada trazo, con cada pasada su realidad. Con el lápiz negro perfilaba sus
ojos tristes adornándolos con rabillos de felicidad y resguardándolos con pestañas
elegantes y alargadas. Su toque personal, su emblema, era ese lunar azabache
que dibujaba en su mejilla con suma delicadeza y perfección y que le confería
un aspecto sensual y único. Cuanta alegría podía producir un simple lápiz,
pensó. Peinaba su pelo negro con ternura hasta darle forma real. Su cabello
brillaba de modo artificial pero hermoso. El vestido, diseñado y cosido por
ella misma, era un auténtico escándalo, un sinfín de alegría en retales de seda
morada a juego con el carmín de sus labios perfilados y con el color de sus
parpados. Era largo y caía hasta el suelo. En el centro presentaba un corte que
daba libertad a sus movimientos en el escenario y proporcionaba un enorme
erotismo cuando una de sus alargadas piernas asomaba descarada para el deleite
de los espectadores. Los tacones, le permitían alcanzar la altura que no
necesitaba pero que la hacía importante, sentirse superior. Esa noche era a
ella la que le tocaba mirar por encima del hombro, la que luciría altanería y
un peinado de confianza extrema. Sentirse querida era su meta, sólo alcanzable
durante las noches desinhibidas, las noches libres de pecado y moralidad. Eran
noches con cielos estrellados en las que ella era la aurora boreal, descarada,
danzante y autora del lienzo de su vida nocturna.
Todo empezaba con una absoluta oscuridad y un silencio
sepulcral. Entre bambalinas esperaba ansiosa por mostrar su talento, aunque lo
que realmente deseaba era exhibir su feminidad natural. Un foco de luz azul
eléctrico iluminaba las grandes cortinas rojas tras las que se encontraba. La
música empezó a sonar provocando que sus piernas empezasen el baile detrás de
los visillos. Se mordía los labios hambrienta de admiración. Sacó sus brazos
apartando las cortinas hacía ambos lados, volviendo a nacer entre aplausos
acalorados, la mujer más divina del lugar. Su baile era magistral. Por cada
paso que daba, por cada gesto erótico recibía de regalo una sonrisa de
fascinación por parte de los espectadores. Sentía cómo las miradas la
penetraban, la deseaban y advertía, o tal vez imaginaba muecas de excitación de
algunos de los hombres, e incluso de ciertas mujeres, que se sentaban en sus
sillas, contemplando su belleza. Giraba y giraba, y reía y reía y mientras
tanto una lágrima corría por su mejilla de felicidad.
Luego llegaba el día, sus días con cielos nublados y
grisáceos que afrontaba con su traje de chaqueta y con la corbata negra que
ahogaba su verdadera esencia. La Divina daba paso a Manuel, al hombre
solitario, oscuro, amargado que vivía a expensa de los demás, que bailaba al
ritmo de la ignorancia ajena. En su rostro, mirándose al espejo antes de salir
hacia la oficina, aún se reflejaba la huella de su falso lunar, la marca de la
certeza, de la mujer que llevaba dentro. La borró con un papel húmedo que apagó
el fuego de la hoguera que era su vida, esparciendo las cenizas por sus mares
de lágrimas.
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