Desde que tuve uso de razón te odié. Te detesté por tu
indiferencia forzada, a veces meditada.
Por tu negativa a que jugásemos
con mis regalos de Navidad y a no querer compartir los tuyos. Por tu falta de
cálidos afectos sustituidos por fríos y dolorosos coscorrones. Por tu empeño en exaltar mis defectos y en
disfrazar mis virtudes con trapos mugrientos,
mientras lucías exultante tu
eficacia e inteligencia cuando los problemas matemáticos nos obligaban a
recurrir a papá. Te aborrecí por tu
torso fornido moldeado con tesón por el hábito y la moda mientras yo
aparentemente luchaba por no descuidarlo con una mala rutina de fritos y tóxicos
prohibidos. Te maldecí por tu verborrea
para ligar, por aparecer las madrugada de los sábados en casa con el
rostro estampado de un rojizo y turbio
carmín, y componer melodías sensuales que
acompañabas de notas de tenor desafinado que yo conseguía desoír con auriculares que reproducía música aún más estridente. Pero sobre todo por usurparme a la única mujer
que me regalaba sonrisas verdaderas y palabras adornadas de humildad y
sinceridad. Te envidié por tu buena suerte, por tu manera de afrontar la vida
pellizcándola en las nalgas entretanto yo simplemente la veía pasar cansina y
fugaz.
Por todo ello te odié mientras aprendía a quererte.
Te amé cuando empezaste
a espolear mis sentidos con gestos picassianos ayudados por sonajeros coloridos
y ruidosos. Te adoré por camuflar mi aroma a leche agria con caricias
impetuosas e inocentes. Te idolatré por tu capacidad de resolver las riñas
escolares con muros infranqueables y a veces cañones de piel y huesos. Te
agradecí tu protección y los posteriores comentarios y palabras para animar mi
hombría ante los caballeros de hojalata que me acechaban en el patio del colegio.
Por enseñarme tus técnicas amatorias que nunca conseguí manejarlas a la
perfección. Te aprecié enormemente por estar ahí, siempre. Por cuidarme cuando
mis vicios me desviaban del camino recto hacia sinuosas curvas de adicciones
alucinógenas. Te estimé por tu abrazo sincero de hermano mayor cuando
enterramos, uno detrás del otro, a nuestros padres.
Sobre todo te quise, te amé cuando tú más lo necesitabas, cuando
te despedí, besándote con torpeza en la frente y sujetando con firmeza tu
mano. Tu último suspiro a través de
tubos esterilizados, estuvo rodeado de mi alma en pena con flores perfumadas de
un Adiós eterno.
Ahora, todavía te amo.
Dicen los psicólogos que el primer concepto de "enemigo" que tenemos en esta vida es un hermano. Tu relato explica muy bien esa dualidad amor-odio que despierta la hermandad. Pasear por tu "casa virtual" está resultando de lo más interesante. Saludos
ResponderEliminar