viernes, 19 de abril de 2013

La Luz (Suspense)


Me despertó la luz del sol que entraba por la ventana de la habitación. Tenía frío  no me había tapado, simplemente estaba tumbado sobre la cama. Me giré hacia la derecha para seguir durmiendo, pero vi de reojo la hora que marcaba el despertador. Eran las ocho de la mañana. A esa hora ya debía de estar abajo, en la cocina desayunando, ya que a las nueve tenía que estar en el trabajo. Me levanté sobresaltado de la cama y fui al armario a buscar la ropa que la noche anterior mi mujer me había dejado preparada. Cuando abrí la puerta, el traje de chaqueta negro, la camisa azul claro y la corbata no estaban. Me quedé pensando por unos instantes donde podría haberlo puesto todo, mientras rebuscaba entre mis pertenencias. Cómo llegaba tarde al curro decidí coger lo primero que viese y que estuviese correctamente planchado y me dispuse a cambiarme. En ese instante me percaté que la ropa que mi mujer me guardó en el armario la llevaba puesta. No sabía que habría pasado la noche anterior pero había dormido con el traje e incluso con los zapatos puestos. Me observé detenidamente y toda la ropa estaba en condiciones (algo arrugada y con un poco de olor a sudor), a excepción de la camisa que presentaba una mancha oscura a la altura de la barriga y de mis zapatos negros que ahora eran color marrón a causa del fango seco que tenía incrustado. Sorprendido salí de la habitación y bajé las escaleras. Mientras lo hacía oía las voces de mi mujer y mis hijos en la cocina. Antes de pisar el último escalón mi cuerpo se tambaleó de tal manera que casi caí de bruces contra el suelo. El mareo que sentí fue nuevo, nada que ver con el malestar que padecí otras veces debido a la resaca de cerveza. Me conseguí agarrar con una mano a la baranda de la escalera. Con la otra mano me masajeaba inconscientemente la nuca. Me notaba un intenso dolor, punzante, de desconocida procedencia. Cuando crucé el salón y llegué a la cocina vi a mis dos hijos sentados a la mesa con dos buenos tazones de cereales con leche. Mi mujer se encontraba junto a la encimera hablando con alguien que desde esa posición no conseguía ver. Su voz era totalmente desconocida para mí. Así que me acerqué para mirar quien hablaba con ella y lo vi, me vi. Era yo mismo el que la besaba apasionadamente.
- ¡Julia!-grité
Nada cambió en ninguno de ellos, parecía que no me habían oído.
-¿Qué está pasando aquí? ¿Nadie me oye?-volví a gritar
El silencio y la indiferencia absoluta fue la respuesta que obtuve.
Me acerque aún más a ellos para que me viesen, para tocarlos. Cuando estaba justo al lado de mi mujer alargue mi brazo para acariciar su cabello y éste se desvaneció en su cabeza. Era una sensación parecida a querer coger el aire con las manos, una misión imposible. El desconcierto invadió mi ser, no sabía que me estaba sucediendo y por qué mi familia no se percataba de mi presencia. Extrañado me centré en mí otro yo. Observé que estaba exactamente igual que yo ahora, con la misma ropa, con la única diferencia que él, llevaba los zapatos impecables, la camisa totalmente inmaculada y un aspecto mucho más descansado.
No sabía qué hacer, cómo llamar la atención de mi mujer para que me atendiese y me pudiese ayudar. El pánico pudo conmigo y grité con todas mis fuerzas intentando captar su atención, pero no respondía, nadie podía oírme.
Pensé durante unos segundos en que es lo que me podía estar pasando y en que es lo que podía hacer para salir de ese pozo sin fondo, mientras miraba la escena familiar cómo un simple espectador sentado en el sofá viendo una serie de televisión.
-Bueno cariño, luego nos vemos. Hoy llegaré tarde, tengo mucho que hacer en la oficina.
-Vale cariño, cuídate. Te quiero.
-Yo también. Chao.
Mi otro yo se despedía de mi mujer mientras salía por la puerta de casa. Se me ocurrió que si lo seguía tal vez podía averiguar qué es lo que me estaba ocurriendo. Corrí hacia la puerta y cogí el pomo con mis manos pero éste se me escapaba, así que quise comprobar si era capaz de atravesar la puerta. Cerré los ojos, tomé carrerilla y cuando los abrí ya estaba al otro lado, en la calle. Me subí al coche antes de que mi otro yo lo pusiese en marcha y lo acompañé hasta el trabajo. Durante el trayecto lo observé constantemente en busca de alguna pista, de algo que llamase mi atención. Lo único que conseguí con eso es comprobar lo poco agraciada que era mi belleza. También es verdad que no estaba acostumbrado a verme de perfil tan detenidamente. En fin cada uno es como es. Yo me gustaba.
Cuando llegamos a la oficina decidí esperar en el coche hasta su salida. Temía comprobar que, además de mi familia, nadie podría verme ni oírme, cosa que aumentaría aún más mi desesperación y mi estado de estrés.
Tanto tiempo de espera me hizo exprimir mi mente en busca de posibles causas a mi situación. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que todo esto era un sueño, una mala pesadilla de la que deseaba despertar, pero tras varios intentos dolorosos, pellizcándome los mofletes e incluso los testículos, comprobé que era imposible despertar. No estaba dormido. También se me ocurrió que podía estar muerto, pero de momento era sólo una hipótesis, ya que mi otro yo estaba en perfecto estado en su puesto de trabajo. De tanto pensar se me fundieron los plomos y acabé exhausto y casi entré en un estado de ensoñación, interrumpido por el portazo que dio mi otro yo al entrar en el coche. Ya el sol había caído hacía tiempo, eran poco más de las once de la noche y nos dispusimos a conducir de vuelta a casa. La carretera comarcal por la que viajaba siempre de regreso a casa era solitaria y oscura pero así evitaba todo el tráfico de la autovía principal. En cuarenta minutos aproximadamente ya estaría en mi hogar con mi familia y esperando olvidar ésta horrible experiencia.
La radio reproducía una canción que me encantaba del grupo Coldplay. Él la tatareaba y yo también. En ese instante la radio empezó a fallar, a salirse de la frecuencia. Tras varios intentos y cambios de emisoras esta murió súbitamente. Dejó de funcionar. Sin darle más vueltas pensé en que al día siguiente la llevaría a reparar. Estábamos cerca ya del kilómetro 122, a unos pocos minutos de casa, cuando mi otro yo frenó bruscamente. Justo a unos 100 m de nosotros en la carretera, parecía que venía de frente un vehículo a alta velocidad, por como la única luz de ese coche se hacía cada vez más grande. Era una luz azul, intensa como el mismo sol, que nos obligó a poner la mano justo delante de nuestros ojos y a cerrarlos. Sin tiempo de reacción la luz se hizo del tamaño de un camión e impactó contra nosotros. Cuando abrí los ojos todo estaba igual, salvo nosotros. Vi como mi otro yo tenía un gesto entre miedo e incredulidad por lo que acababa de pasar.
-¿Qué coño ha sido eso?- se preguntó.
-Eso mismo me pregunto yo- respondí aunque sabía que no me oiría.
Asustado comprobó que el coche que antes estaba con el motor en marcha y las luces encendidas, ya no lo estaba. Intentó arrancarlo repetidamente sin éxito. Salió a la carretera y lo empujó poco a poco y con mucho esfuerzo hasta dejarlo correctamente detenido en el arcén. Cogió el móvil del bolsillo de la chaqueta para poder llamar a la grúa. Para su sorpresa éste estaba apagado a pesar de que la batería la tenía prácticamente al cien por cien de su capacidad. Estamos jodidos, pensé. Nunca se me había dado nada bien la mecánica. Lo llevaba al taller incluso para el simple hecho de cambiar una bombilla. Levantó el capó del coche y empezó a trastear sin encontrar la avería y conseguir ensuciar la camisa de grasa. Entonces entendí por qué la mía también estaba así y que a mi otro yo le estaba empezando a ocurrir lo mismo que a mí, aunque yo todavía no sabía el que. De repente, mientras que miraba el motor del coche cómo aquel que no entiende de arte estuviese viendo un Picasso, una luz del tamaño de un balón de futbol emergió entre los árboles que rodeaban la carretera. Mi otro yo se quedó mirándola asustado pero atraído por su belleza. Empezó a caminar y a adentrarse en la espesura. Yo intenté pararlo sin ninguna consecuencia, así que lo acompañé. En cierto modo también me seducía esa bola azul que permanecía inmóvil en el bosque. Avanzábamos lentos pero ansiosos por comprobar más de cerca su hermosura. El bosque estaba silencioso, expectante de nuestros movimientos. Cuando nos encontramos a unos cincuenta metros de distancia nuestro ritmo cardíaco aumentó, y los vellos de nuestra piel se erizaron por una extraña sensación. La luz poco a poco fue creciendo hasta alcanzar el mismo tamaño que aquella luz que nos encontramos en la carretera. Era exactamente la misma, del mismo color azul brillante, pero en esta ocasión oíamos unos susurros procedentes de ella que nos invitaban a seguir, a acercarnos  más y más. La mirábamos hipnotizados por su luminosidad que a pesar de ser tan potente, no era cegadora. Nos encontrábamos a unos escasos metros de ella. Quise distinguir algo que me diera una pista de lo que podía ser, pero nada, sólo era una esfera enorme que murmuraba. Intentamos dar un paso más para tocarla pero existía una barrera invisible que nos lo impedía. No sentía miedo y mi otro yo tampoco a juzgar por su gesto de fascinación. En un santiamén, la luz creció de tal manera que nos envolvió, nos tragó como lo hace el mar con el sol al atardecer, para luego diluirse en el aire que rodeaba la arboleda. De repente desapareció, se esfumó con mi otro yo. Estaba solo, envuelto por los ruidos del bosque en la calma de la noche.
Regresé desconcertado a la carretera. El coche seguía allí, en el arcén. Me subí a él y lo arranqué sin problemas. Conduje hasta casa, abrí la puerta;
-Cariño ¿Dónde has estado? Me tenías preocupada-
-Se me averió el coche-contesté incrédulo
-¡Vaya! Mira cómo te has puesto la camisa de grasa. Y cuidado con el barro de los zapatos. Quítatelos antes de pasar-
-Si cariño-contesté.
Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Esa noche me fui a la cama pensando en que pasaría con mi otro yo, a donde habría ido y con quien. Eso, supongo, que nunca lo sabré.

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