La ilusión podía incluso con mis ganas de dormir. Desde que
mi padre me dijo que me llevaría a ver “el mejor espectáculo del mundo” mis
uñas no eran suficientes para calmar mi ansia.
En el pueblo solo se hablaba de eso. El cartel, decían los
hombres más entendidos, era lo nunca visto. Los mejores diestros del momento se
darían cita en la pequeña plaza para mostrar su arte, su valor delante de una
mala bestia. Yo nunca había asistido a una corrida de toros, tenía solo ocho
años y ese día dejaría de ser virgen en esta tradición.
Me levanté muy temprano, antes de lo habitual. Mi padre
desayunaba en la cocina mientras leía el periódico. Corrí escaleras abajo para
abrazarle y darle los buenos días. Con un seco movimiento de mano, que alborotó
mi cabello, me tranquilizó, para luego volver a excitarme cuando pasó las
páginas del periódico entre las que se encontraban escondidas las dos entradas
para la corrida. Estiré el brazo nervioso y cogí una de ellas. Era una entrada
en la que el torero aparecía imponente, con un cuerpo estilizado y domando con
su roja muleta a un toro con cuernos afilados que lo embestía con fiereza. Me
pasé todas las horas que quedaban hasta el comienzo de la corrida con una
camiseta roja de mi padre haciendo pases y toreando, como si de un toro se
tratase, el carrito de bebe en el que dormía mi hermana ajena a mi enorme
entusiasmo, entre los “olés” y los “bravos” de mi padre y las reprimendas de mi
madre por despertar continuamente a la pequeña de la casa.
Durante el almuerzo, ambos discutían. Mi madre decía que yo
aún era muy pequeño para presenciar una corrida de toros, a lo que mi padre
alegaba que ya tenía edad suficiente, que tenía exactamente los mismos años que
él cuando su padre lo llevó por primera vez a una lidia, además decía, que yo
ya estaba acostumbrado a ver por la tele, en películas e incluso en los
telediarios escenas y situaciones mucho más escabrosas. Yo no entendí el
significado de esa última palabra, tal vez si lo hubiese sabido, ese día no
habría acudido a la plaza. Mi madre le replicó que no era lo mismo verlo en la
televisión que en directo, a unos escasos metros. La discusión concluyó con un
puñetazo de mi padre sobre la mesa y con
una mirada que hizo que mi madre agachase la cabeza y no hablase más del tema
durante todo el día. Cuando terminamos de comer subí a mi habitación y me tumbé
en la cama con la entrada en la mano. Observé de nuevo la imagen del torero y
el toro, imaginé y soñé despierto con el superhéroe y el villano, hasta que me
quedé dormido.
Sobre las cinco y media mi madre entró en mi cuarto y me
despertó diciéndome que mi padre me esperaba abajo para salir ya hacia la
plaza. La cara de mi madre era de resignación y nunca olvidaré sus ojos de
tristeza. Yo no comprendía porque estaba así y me preguntó si de verdad quería
asistir a la corrida. Mi respuesta fue concisa y contundente. Me besó en la
frente y me dijo que me daría el consuelo que pudiese necesitar a mi regreso.
Seguía sin entender nada pero corrí hacia abajo y de la mano de mi padre caminé
calle arriba hasta la plaza de toros. Miré una sola vez atrás y vi a mi madre
en la puerta de casa con los brazos cruzados y con la misma cara de pena con la
que me besó minutos antes de marchar. Volví mi vista hacia delante y levanté la
cabeza hasta mi padre. Su rostro era duro y escondía un toque siniestro con el
que me regaló una sonrisa. Se la devolví. Seguimos caminando hasta la plaza sin
mirar más atrás.
De la mano me dirigió hasta nuestros asientos. Nos sentamos
y se encendió un puro. Empezó a explicarme que a pesar de ser una plaza pequeña
tenía mucha solera y que por ella habían pasado muy buenos toreros que luego se
harían grandes en el mundo taurino. La plaza contaba con varias alturas para
los espectadores. Nosotros estábamos situados en el tendido bajo, donde según
mi padre y más tarde yo mismo comprobé, se divisaba con mayor detalle la
corrida. Más arriba se localizaban las gradas y las andanadas que se
encontraban cubiertas de las inclemencias del tiempo. Contemplé ensimismado
toda la plaza, rebosante de un ambiente distendido, la gran mayoría eran
hombres y aprecié algún niño en otras partes altas de la grada. Un toque de
clarín me despertó de mi ensimismamiento y mi padre me dijo que ese sonido era
el comienzo de la corrida. El paseíllo de los toreros lo recuerdo maravilloso,
precedidos de los caballos y de los acordes de un pasodoble tocado por la banda
de música del pueblo. Mi padre aplaudía acaloradamente mientras sostenía el
puro con los dientes y se levantaba del asiento. Yo lo imité y di saltos de
fascinación.
Una vez terminada la presentación salió aquel toro negro
azabache, enorme y enfurecido. Pensé que era una autentica fiera, imponente y
grandiosa. Me pareció un animal formidable. Se llamaba Doloroso y pesaba más de
quinientos kilos. Corría agitado de un lado a otro de la plaza, hasta que salió
el torero. En ese momento se quedó inmóvil con la mirada fija en él. Después de
varios bufidos, inició la embestida. El torero no tendría nada que hacer contra
él. Se veía tan insignificante a su lado que me pareció una lucha desigual.
Entonces el torero con su capote rosa comenzó su baile, pasada tras pasada
conseguía esquivar a Doloroso, lo mareaba y casi lo hipnotizaba. La gente de la
plaza gritaba entusiasmada a cada quite del torero y mi padre no dejaba de
gritar olé tras olé. Lo volví a imitar. El toro, a pesar de sus embestidas
infructuosas, no cejaba en el intento de cornear al torero. Luego, salió el
caballo con el jinete. Éste portaba una especie de lanza con la que empezó a
picar al toro en el lomo. En ese momento dejo de ser divertido para mí. Mi
ilusión cambió a un terror real. A miedo. El pobre Doloroso sangraba, aunque
seguía luchando con braveza. Miré a mi padre con cara de desconcierto. No me
mires a mí, contempla el espectáculo que
te lo estás perdiendo, me dijo. Entonces comprendí la tristeza de mi madre y la
discusión del almuerzo. Agache la cabeza, pero mi padre colocó su mano en mi
barbilla obligándome a levantarla.
Lo que llegó después fue aún peor. Banderillas que
penetraban al pobre animal y quedaban clavadas en su cuerpo. Sangre que manaba
de la boca del animal que cambiaba el color del albero a un tono marrón oscuro.
Por cada banderilla mi cuerpo temblaba. Sentía repulsa por ese superhéroe y sus
secuaces. Doloroso sí que era un auténtico ídolo para mí. Un ser que aun
estando en inferioridad, cansado, herido y solo ante los verdaderos animales
que pedían su muerte, luchaba sin cesar. Cuando el torero acabó con su vida y
exhibió victorioso sus dos orejas y el rabo, y fue arrastrado su cuerpo inerte
por el albero, me levanté y sin pedir permiso a mi padre, corrí entre lágrimas
y salí de ese templo de la crueldad.
Mi madre me esperaba en el porche de entrada. La abracé y
lloramos juntos y me prometió que nunca más me dejaría pisar una plaza de
toros. Y así fue, nunca más lo hice a pesar de los insultos machistas y
denigrantes que recibía por parte de mi padre.
Ese momento en mi vida me marcó para siempre. Ahora velo por
los animales. Estudié para veterinario y les cuento esta historia a mis hijos
para que amen a todos los seres vivos. El sufrimiento gratuito entiendo que no
es cultura y así se lo trasmito a ellos.
En cuanto a mi padre, lo quiero mucho, pero jamás le
perdonaré que me obligase siendo tan solo un niño a mantenerme allí sentado
hasta que Doloroso dio su último suspiro. Que me forzara a presenciar un
horrible espectáculo para que me hiciese un hombre, como mi abuelo hizo con él.
Una tradición familiar que no continuaré.
Doloroso, macabro e irónico nombre ¿no creéis?
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